Esta no es una historia sobre un viaje con vistas impresionantes ni una experiencia tan bella como abrumadora. No hay paisajes exóticos ni momentos de película (o si) (que no quiere decir que no los haya vivido). Elijo contar esta historia, por más simple que suene, porque cambió mi perspectiva sobre el miedo y la exposición. Esta historia de mi intercambio me dejó muchas enseñanzas que, hasta el día de hoy con 22 años, sigo aplicando.
Antes que nada, hola! Mi nombre es Carla, en el año 2019 viajé por primera vez sola a otro país; a Estados Unidos. Viajé al norte, al estado de Pensilvania, Clarion para ser más precisos. Este es un pueblito chico (5.000 personas), la mayoría de las personas ahí viven de la agricultura y del comercio. No me malinterpreten, es un pueblo chico pero teníamos todo a nuestro alcance, sigue siendo EE.UU después de todo. Tuve que volver un mes antes de finalizar mi intercambio porque se había desatado una pandemia a nivel mundial. A pesar de todo, aprendí un montón, y cualquiera que haya viajado te lo puede decir. Es que eso tienen los viajes, a mi me gusta pensarlo también como un viaje al interior de tu cabeza; únicamente cuando estás solo, lejos y en un lugar desconocido, es cuando descubrís realmente a quién llevas dentro.
Bueno, basta de la intro filosófica
Cuando llegué a mi nueva escuela como estudiante de intercambio, sabía que el idioma iba a ser un reto, pero no me imaginé el desafío que sería enfrentarme a Mr. Love (así se llamaba el profe) y a su clase de Inglés II (literatura estadounidense). Desde el primer día, me sentí fuera de lugar, intentado seguir las discusiones sin entender del todo. Preferí mil veces quedarme en silencio rogando pasar desapercibida (¿viste cuando tratas de no hacer contacto visual? Bueno, así). Un día, el profe me hizo una pregunta frente a toda la clase, sentí el peso de todas las miradas sobre mí. Busqué las palabras pero no las encontré, solo pude decir “No sé” y mirar para abajo. Mr. Love hizo un chiste al respecto (te odiamos Mr. Love) (me gustaría saber qué, pero claramente mi vocabulario estaba limitado), sé que era un chiste porque mis compañeros empezaron a reírse y yo sólo quería desaparecer.
Tanta era la vergüenza que sentí, y decidida a no volver a pasar por eso, fui directamente a la coordinadora del colegio para que me cambie de clase. Para la sorpresa de nadie, estar en esa clase era un requisito, así que no pude hacer nada al respecto. La “solución” que encontramos fue pedirle al profesor que no intentara hacerme participar en clases, al menos hasta que me sintiera más cómoda.
Las semanas pasaron y empezamos a leer una obra de teatro: “Las Brujas de Salem”. En cada clase, nos sentábamos en ronda y leíamos en voz alta, cada uno interpretaba un personaje. Al principio yo no leía (por petición mía), me quedaba callada e iba siguiendo la lectura en mi cabeza. Un día de esos, en el almuerzo, una chica de otra clase se me acercó y hablando me comentó que había escuchado que yo era la única que no leía en clase, algo en mí se despertó. Al otro día, cuando llegó la ronda de lectura, interrumpí la clase y le dije al profesor que iba a leer yo.
Obviamente, empecé con los diálogos más cortos, siempre calculando cuantas personas faltaban para mi turno y practicando mi línea en silencio antes de que me tocara, si veía que me tocaba una línea larga, se lo dejaba a mi compañero de al lado (¿Qué si entendía algo de lo que leía? NO. En las horas libres volvía al libro para entenderlo, jaja). Poco a poco fui tomando más confianza, cada clase era un pequeño reto y 3mil pulsaciones por segundo (no exagero, bueno, sí). En un momento dejé de prevenir los diálogos, empecé a leer la línea que me tocaba pensando que se iba a terminar al final de la página, pues no, di vuelta la página y el diálogo, mejor dicho monólogo, ocupaba toda la carilla. Me reí, miré al profesor, se había dado cuenta, se rio el también. Respiré hondo y empecé a leer. Para mi sorpresa, las frases fluían. No me equivoqué, respeté los signos de puntuación (vale la aclaración de que ninguno de mis compañeros sabía bien como hacerlo) pronuncié cada palabra con seguridad. Cuando terminé de leer, hubo una pausa y ahí el profesor interrumpió a mi compañera de al lado, y dijo: “Quiero tomar un momento para felicitarte y reconocer frente a toda la clase tu progreso, cuando llegaste no te animabas a hablar y ahora acabas de leer perfectamente, estoy muy orgulloso de vos” (Te amamos Mr. Love).
Después de eso sentí una ola de emociones, la satisfacción que sentí me llenó el pecho que a penas sonó la campana de cambio de hora, salí disparada al primer baño que encontré a hacer un baile de alegría (si me hubieran visto). Salté de la emoción y grité en silencio celebrando un logro que para mí, meses atrás se me hacía imposible.
Hoy, como parte de Rotex, quiero compartir mi historia para recordarle a cada futuro intercambista que los desafíos no definen su experiencia, sino cómo deciden enfrentarlos. Porque al final, el intercambio no es solo un viaje a otro país, sino un viaje hacia uno mismo. Mi intercambio me enseñó que crecer duele a veces, pero vale la pena. Si alguna vez sienten que no pueden, recuerden que el verdadero aprendizaje ocurre cuando nos atrevemos a intentarlo una vez más.
Escrito por: Carla
(Outbound 19/20, Estados Unidos D7410)
Editado por: Rotex 4851